sábado, 24 de enero de 2015

Cita a ciegas

Las órdenes son claras, cuando llegues al aeropuerto ve directamente al hotel que he reservado, no puedo recogerte. Espérame en la habitación convenientemente ataviada, procura no ponerte nada que pueda no ser de mi agrado, y enviame un mensaje,yo vendré lo antes posible. Así lo hago. Tomo un taxi que me deja a la entrada de un callejón muy estrecho, suerte que es de día, no quiero pensar por la noche como será. Procuro estar tranquila y me detengo un momento en unos almacenes para comprar alguna cosa que me falta, pero acabo enseguida y pienso que es mejor hacer lo que me han dicho. 

La entrada al hotel es impresionante. Se trata de un patio de tres arcos iluminado únicamente por una cristalera que da a una terraza interior y un flexo, al fondo a la derecha, que da luz al mostrador de recepción. Me dirijo hacia un joven que se ha levantado al oirme entrar y que, después de darme la llave número cuatro, coge mi maleta y galopa escaleras arriba por los amplios peldaños de piedra cubiertos en el centro por una alfombra roja. Por supuesto, la barandilla es de hierro. Pero no tengo tiempo de valorar si voy a usarla, el recepcionista me mira desde el primer rellano asegurándose de que le sigo, así que me conviene darme prisa.
La planta se abre tras una enorme puerta de madera oscura, a partir de aquí, la moqueta es estampada, supongo que se trata del escudo de la casa, y tras un pasadizo acristalado que da a la terraza, me encuentro ante una sala distribuidora en el centro de la cual hay una mesa con tapete de terciopelo rojo y dos veladores con butacas al lado de dos enormes balcones. La chimenea está apagada, pero no tengo sensación de frío. Mi maleta espera delante de una puerta señalada con el número cuatro, y el joven vestido de negro se despide de mi con una sonrisa, para cualquier cosa puedo llamar a recepción.

Al abrir la puerta encuentro a mi izquierda un armario grande, de madera oscura, adornado con  columnas salomónicas a cada lado.  Al frente, cinco o seis metros más allá, dos camas grandes con
dosel vestidas por colchas doradas. Apenas suelto mi bolso sobre un escritorio con espejo que hay al otro lado y sigo a la derecha, tras la cortina blanca, ligera, aparece una salita con dos sillones bajos, una mesa y lámpara frente a la ventana, y, más allá, el baño. Forrado de mármol gris, parece que de los grifos vaya a salir la sangre de mil esclavas torturadas en semejantes dependencias, o los suspiros de otros tantos amantes mimados en tales espacios.

Cuando viene, es como si nos conociéramos de toda la vida. Hemos hablado mucho, de muchas cosas, y en parte, el erotismo que me ha envuelto al entrar en la habitación, se disipa, y tengo miedo de que nada sea tan intenso como he imaginado tantas veces. En realidad, me he aligerado un poco la ropa, pero yo visto así, y esta es mi personalidad, medias de rejilla, vestido negro de algodón con algunas cremalleras, escote generoso, zapatos de charol negros, altos, no he tenido tiempo de arreglarme el maquillaje, así que me pongo en lo peor, yo soy así, y no trabajo de modelo. Intento sentirme segura en esa posición, la batalla que celebro es más conmigo misma que contra él. Le ofrezco un café y se lo sirvo en la salita, todavía algo tensa, insegura, y la conversación se debate entre lo trivial y lo personal, que no acaba de arrancar hacia nada que me parezca bueno.

A ver, ven aquí. Me corta lo que estaba diciendo, por fin. Y señala en espacio que hay entre sus rodillas. Tengo miedo pero he de hacerlo, después de tanto desearlo, y temblando de nervios y de deseo confundido, (cuantas cosas han pasado por mi cabeza en la hora escasa que llevo en esa habitación, cuantas veces me he sentido excitada y temerosa de que nada fuera bien, las luces de mis pensamientos han virado miles de veces y ya no sé...), obedezco, y bajo los ojos porque, de verdad, no por esa norma que prohibe mirar al Dom a los ojos a no ser que él lo ordene, soy incapaz de mirarle, y así permanezco mientras sus manos recorren mi cuerpo, y sin que toque un solo botón o levante siquiera la falda, me siento desnuda ante él, y ya sé que todo va a ser más fácil de lo que temía, porque estoy cómoda, como si le conociera de toda la vida.

Lo que  más me sorprende, pocos segundos después, es que me abraza, sus largos brazos me rodean y su cuerpo grande y fuerte se pega al mío en un abrazo intenso y envolvente que podría ser amistoso, pero que me hace sentir invadida como nunca antes me he sentido. Y sé que nada será tan fácil, pero sé que me gusta lo que está pasando. Los azotes, la cera, la agujas, las órdenes, todo sucede sin que yo pueda ni deba rechistar, y siento dolor, más del que creo que puedo soportar, y me rebelo, y grito, pero ninguno, ni el de la despedida, ni después del baño, cuando me recoja al salir de la bañera en que ha enjabonado con sus manos mi cuerpo entero. Ni cuando me masturba, ni cuando me lame, ni cuando me folla, ni cuando sus dedos se metan dentro de mi, de la boca, del coño,del ano... ni cuando me ordene esperarle a cuatro patas mientras se piensa si va a penetrarme o no cuando yo me muero de ganas y le suplico, y le ofrezco, porque es suyo, mi cuerpo entero. Ni cuando me haga un sosten de cuerda y me ordene bajar así, sólo con el vestido de algodón pegado al cuerpo, a la cafetería del hotel, a buscarle un café... Nunca antes ni después me sentiré invadida como en ese abrazo, y así lo recordaré para siempre, con el deseo de que se repita y cree en mi el sentimiento de humillación, de fortaleza asediada, que tanto me excita.














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